En estos mundos de hoy en día cada vez más escuchamos a nuestros hijos, familiares, amigos e incluso compañeros de trabajo echar balones fuera cuando se trata de asumir responsabilidades, activando la gran maquinaria de la culpa como si de un escudo de fuerza se tratara.
Nuestros hijos nos dicen a menudo: «es que no ha sido mi culpa», «la culpa ha sido de Fulanito o de Menganito», «por culpa de esto yo he tenido que hacer esto otro»… como si al pronunciar estas palabras mágicas creyeran liberarse de forma automática de todas aquellas consecuencias que pudieran haber tenido sus actos.
Y no digamos con la familia, o en el trabajo, lugar idóneo éste para poner en el punto de mira al jefe cuando algo no sale bien o no hemos dado la talla.
Y no es así, así no vale, porque la culpa es una cosa y la responsabilidad es otra bien distinta.
Las diferentes caras de la culpa
Los padres nos sentimos culpables a menudo porque son muchas las ocasiones en las que sabemos que no hemos actuado bien en lo relativo a la educación de nuestros hijos – muchos padres de niños con Altas Capacidades se sentirán así más de una vez, por no haberlo visto antes, por no haber tomado algunas decisiones, por no saber cómo educarles… aunque eso es harina de otro costal.
¿Y qué padre no se ha sentido culpable cuando ha gritado o incluso dado un azote o una bofetada a su hijo habiendo permitido que su ogro interior dominara sus actos?
Nos culpamos por lo que hemos hecho, por lo que no hemos hecho e incluso por lo que estamos haciendo. También culpamos a otros por lo que han hecho, por lo que no han hecho o por lo que están haciendo.
¿Y eso es malo?
Lo es cuando no nos sirve, cuando no es útil, cuando lo utilizamos como un arma arrojadiza para defendernos o nos sumergimos en ello entrando en el peligroso mundo del victimismo.
El victimismo
En ocasiones nos regodeamos en la culpa, nos anclamos en este sentimiento que no nos lleva a ningún lado, que daña nuestra autoestima y nos impide avanzar.
Vivimos constantemente con la certeza de que o bien la vida, otros o las circunstancias no nos han tratado como nos merecemos, evitando así madurar, coger al toro por los cuernos y cambiar de actitud.
La realidad es que no se trata de establecer culpables, se trata de observar cuál ha sido nuestro papel, aprender de aquello que pudiéramos haber hecho mal y empezar a cambiar para que no vuelva a pasar.
Si no lo hacemos la culpa se convertirá en un veneno nocivo que nos matará lentamente.
Debemos sacrificar el sufrimiento, aceptar nuestros errores, pedir disculpas si es necesario – a otros o a nosotros mismos incluso- y entender que no podemos cambiar el pasado. Aceptarlo como una enseñanza de la vida, una oportunidad para mejorar como personas, para poner cada cosa en su sitio, y para cambiar.
Pongamos la alerta en aquellas circunstancias que propiciaron nuestros actos, en aquello que nos encaminó a hacer o no hacer lo que deberíamos haber hecho. Integremos esta alarma en nuestro día a día para que cuando vuelva a surgir la ocasión, que volverá, escuchemos el pitido de aviso y actuemos de otro modo.
La responsabilidad
Borja Vilaseca en su artículo La cultura de la culpa nos da una idea clara sobre cuál es el antídoto para la culpa y el victimismo, cuando cita textualmente «solemos lamentarnos de que nuestras circunstancias actuales son como son, pero ¿acaso nos responsabilizarnos de que éstas son el resultado, en gran medida, de las decisiones que hemos ido tomando a lo largo de nuestra vida?».
Nos está hablando de la responsabilidad.
Si un niño le pega a otro en el colegio y un tercero lo ve, ¿El que lo ve es el culpable? No. ¿Es responsable? Probablemente sí, según actúe al respecto.
Porque no se trata de señalar, culpar, o sumergirse en el victimismo. Se trata de entender que cada uno somos responsables de la sociedad que estamos creando, de nuestra propia vida y nuestra felicidad, y además, mucho más importante, tenemos todo cuanto necesitamos para salir adelante y hacer las cosas bien. Nos tenemos a nosotros mismos.
Seamos pues responsables de nuestra propia vida…