Adelgazar no da la felicidad. Vaya chasco ¿verdad?
Llevo media vida haciendo dieta, sin mucho éxito, lo reconozco. Si hubiera funcionado seguramente no estaría escribiendo sobre ello.
Hace poco mi endocrino me dijo: Si las dietas funcionáran, seríamos todos delgados.
¡¡Tóma ya!!
La primera mitad de mi vida fue un lujazo porque nací delgadita. Recuerdo cómo mi madre se enfadaba conmigo porque cuando inspiraba el aire con fuerza, hacía tal agujero en mi tripa que podía introducir mi pequeño puño entre mis costillas. Decía que tenía que comer más – típico de las madres…
Hasta que fui a la universidad ni me preocupé por los kilos, de hecho pensaba que aquellas chicas de mi edad que sí lo hacían perdían el tiempo y me parecía muy triste que vivieran con esa angustia.
Sin embargo, por algún mal karma o simplemente genética pura, poco a poco empecé a ganar peso. Con 1,67 cms. de altura vivía entre los 62 kg y los 65 kg y francamente los no tan amigos ya me consideraban algo rellenita. Yo muchos complejos no tenia, algunos sí claro, pero los llevaba bien porque era inteligente y guapa (o eso decían por lo menos) y tenía bastante éxito en lo que se refiere a los chicos – aunque más bien era porque a mí no me gustaba casi ninguno y ya sabemos lo que atrae el desinterés.
Aun así la genética siguió haciendo de las suyas y al final de la carrera ya casi rondaba los 68 kg, quizás 70 kg o más, así que me introduje de lleno en el gran mundo de las dietas, dejándome arrastrar sin control por una vorágine de emociones descontroladas entre los complejos, la falta de autoestima y la incapacidad para aceptarme a mí misma.
Conseguí mi primer empleo. Sedentario no, lo siguiente, y al tiempo los 70 kg se alejaron más y más de la temida báscula. Como tenía más liquidez de la que había tenido nunca me dediqué a gastarme prácticamente todo cuanto ganaba en cuestiones de belleza: regímenes para adelgazar, cremas anticelulíticas, masajes, tratamientos de presoterapia, mesoterapia… en realidad menos cirugía probé de todo. Pero nada funcionó.
Y continué en mi trabajo sedentario, jugando un poco con el ejercicio físico, pero sin constancia alguna, ya que mis prioridades eran otras.
Luego vino la maternidad – ya con cierta edad porque nos lo tomamos con calma- y a partir de ahí fue un ya no parar. ¡Veinticinco kilos en cada embarazo!. Y menos mal que sólo tuve dos porque me quedé con casi todos al final del segundo.
Qué voy a contar… no sé ni cómo lo aguanté…
Te miras al espejo y no te reconoces, eso es lo peor. Y las dietas, tratamientos varios y obsesión absoluta por la báscula llenan tus días sin fin.
Ahora ya no me pasa, con mis cuarenta y cinco años ya cumplidos mi médico se preocupó seriamente de mi caso y tras varios análisis me dijo que el engordar no era culpa mía, que era un rollo del azúcar que mi cuerpo no gestionaba bien. Me dio una pastillita de nada, me prohibió tomarlo hasta en su máxima expresión y la verdad es que ya he empezado el camino de vuelta.
Sin embargo, aunque no lo parezca, sé que no ha sido gracias a mi amiga la Metformina, sé que he sido yo.
Y es que un día, después de mucho camino andado, terapias alternativas y otras cosas más, finalmente me di cuenta de que YA NO IMPORTABA, de que daba igual, de que este cuerpo es un envase al que hay que cuidar pero que no debe condicionarte.
Así que simplemente asumí que adelgazar no me iba a dar la felicidad y después del chasco que fue darse cuenta de ello, la mochila pesó mucho menos… y poco a poco pesó un poquito menos cada día.
Y no, no voy a decir que ahora he perdido treinta kilos y que ésta es la fórmula mágica porque no es mi caso.
Sigo estando muy por encima de los límites de la OMS pero ya no me miro en el espejo avergonzada cada mañana. Ya no me comparo con el resto de mujeres que veo a diario por la calle. Ya no me enfado si no me entran unos vaqueros. Ya no le doy la brasa a mis amigos con la gordura y desde luego MI FELICIDAD YA NO DEPENDE DE LO QUE DIGA LA BÁSCULA a la que, por cierto, he defenestrado hasta el lado más oscuro del cuarto de baño.
En serio, no digo que no debamos comer sano, hacer deporte y evitar tabaco y alcohol. Cuidando nuestro «envase» está claro que estaremos más lucidos, y admito que yo lo hago a conciencia. Simplemente afirmo que cuando mentalmente nos deshacemos de la carga emocional que supone agobiarnos por tener varios kilos de más,
¡Es una auténtica gloria! ¡Un subidón de adrenalina!
Y por cierto, dejas un montón de espacio libre en el cerebro para pensar en cosas más productivas e interesantes, que eso también cuenta.
Así que lo dicho. No es cuestión de no cuidarse y atracar la nevera, sino de no condicionar tu vida alrededor de la báscula.
Prueba y verás qué peso te quitas de encima, je, je…
Eso es, es difícil… en los momentos más bajos buscamos cualquier excusa para auto compadecernos, como son los kilos de más cuando sabenos a ciencia cierta que tener un físico ideal no te nos va a hacer felices per sé.
Yo he notado un cambio de chip importante en este tema. Ahora podría decir que estoy con más kilos que nunca y….. Estoy haciendo trabajo mental para comenzar a cuidarme pero no porque me sienta fea ni avergonzada sino por cuidar mi envase, como tu dices. Las otras veces era en busca de felicidad.