Cuando eres madre, instantes después de dar a luz, una emoción tan intensa como la felicidad de tener a tu hijo entre tus brazos te embarga, es La necesidad de protección. Es tan intensa que sientes un miedo brutal, como si estuvieras al borde de un precipicio sosteniéndote tan sólo por una finísima fibra de algodón a punto de romperse. Y, a partir de ese instante, siempre, siempre te va a acompañar.
Con el tiempo te vas acostumbrando a vivir con esa sensación porque como digo, nunca se va de tu lado.
Cuando son bebés es algo más instintivo ya que se hace evidente que te necesitan al 100%, pero conforme van creciendo y con ellos su autonomía, tu instinto de protección también cambia, se hace más nítido, más visceral, más real.
Por las noches cuando te vas a la cama, pasas por sus dormitorios como si de alguna manera pudieras velar su sueño y es ahí donde te derrumbas. Sientes su fragilidad y te sabes impotente. El mundo en el que vivimos es gigantesco, en él habitan el bien y el mal, lo mejor y lo peor de la raza humana y temes que les hagan daño. Te acuestas a su lado, ya dormidos, y les abrazas con fuerza, sintiendo el calor que desprenden sus cuerpos, y deseas dormir toda la noche a su lado, no sólo por el inmenso amor que les profesas y por el propio placer de abrazarlos por tiempo infinito, sino por tu miedo a que les pase algo, aunque solo sea en sueños, incluso en la protección del hogar.
Te sientes incapaz de leer algunas noticias, de ver en la televisión la maldad humana, de tolerar siquiera en una película una escena en la que un niño sufra de algún modo. Porque desde que eres madre algo vive en ti, y no te abandona, no te da tregua, no perdona… es el miedo más absoluto a que les suceda algo malo, a que sufran, a que les dañen y, junto a él, tu necesidad de evitarlo, de cuidarles, de procurarles bienestar y protección.
Lamentablemente sabes que sobreprotegerlos tampoco es bueno para ellos. Deben aprender a sobrevivir y como madre debes enseñar a tus pequeños retoños a desarrollar las destrezas necesarias para que puedan salir adelante. Sin embargo, algunos de nosotros no podemos dar ejemplo porque simplemente no lo aprendimos.
¿Cómo mostrárselo entonces?
Te queda darles todo tu amor, para que al menos tengan eso, desarrollen un importante sentimiento de pertenencia y siempre sepan que les quieres con cada poro de tu piel.
Así, cuando el mundo les haga daño, que lo hará, al menos te quedará el consuelo de saber que se sentirán queridos porque tu les das todo el cariño que puedes, un cariño que crece más y más cada día gracias a su mera existencia. Y como cada noche desde que los tuviste por primera vez entre tus brazos, te acostarás agradecida por el regalo de tenerlos, y llorarás por dentro porque a días el miedo te atenaza y sabes que no podrás protegerlos.
Solo rezas para que ninguno de ellos sea uno de esos niños que ves en las noticas y que han sido agredidos de forma brutal, te dices a ti misma que no te va a tocar y te preguntas qué te diferenciará de esa otra madre a cuyo hijo han hecho tal o cual cosa.
Francamente, en ocasiones quisieras volver atrás, no haber sido madre porque nadie te contó que el miedo te atenazaría la garganta hasta dejarte sin respiración.
Pero lo eres, y como el ying y el yang, la balanza debe estar en equilibrio. Sientes que te embarga el amor más puro e infinito que has sentido jamás y das las gracias, las das porque tener el privilegio de sentir algo así es un milagro.
Sin embargo hoy no dormirás bien, hoy es una de esas noches en las que la balanza del terror pesa más…